miércoles, agosto 23, 2006

El territorio

Ramiro Arteaga Sarabia
La mentira se afianza, se vuelve hoja de ruta en el mundo; frente a esto hay poco, en verdad muy poco qué hacer. Miro con desconfianza a la clase política de la que formo parte, entiendo que, en cierto sentido, los políticos estamos para acceder al poder y permanecer el mayor tiempo posible en él; pero no a cualquier costo, pero no con base en cualquier medio.
En un momento de decadencia de la cristiandad, el célebre Nicolás Maquiavelo publicó que el bien, en política, tiene un nulo efecto práctico. Precisamente en su obra central El Príncipe, un extraordinario regalo de cumpleaños a Lorenzo de Médicis apodado El Magnífico, Maquiavelo describe la utilidad de la simulación y la mentira para la consecución del poder. El Príncipe inaugura la decadencia de la política que hasta entonces era concebida como una profesión trascendente, de aspiración al bien común y búsqueda de la verdad. Frente a este maquiavelismo imperante en el mundo, no sólo en la política, cuyo egoísmo recalcitrante ha derivado en esta época siniestra. Frente a estos discursos cínicos chocan el legado de Gandhi y ese cuerpo de pensamientos y reflexiones aglutinados en la Doctrina Social de la Iglesia. Gandhi, al reflexionar sobre la cita de Maquiavelo: “El fin justifica los medios”, llega a la siguiente expresión: “Los medios son como la semilla y el fin como el árbol. Entre el fin y los medios hay una relación ineludible como entre el árbol y la semilla… por eso no son la calumnia ni la perfidia las que producen los males de este mundo –dice Gandhi– el gran mal de nuestra época es la mentira inteligente y dulce, la falsedad amable, la mentira patriótica, la mentira calculada del hombre de Estado, la mentira del sectario celoso, la mentira piadosa del amigo, la mentira indiferente de cada uno de nosotros para con nosotros mismos. La verdad, como la buena caligrafía, no se adquiere sino con la práctica, es decir, diciéndola y sufriendo sus consecuencias cada día y no perdonándonos nunca de faltar a ella. Es más una cuestión de voluntad que un asunto de costumbre”. El territorio de la verdad se postra en las columnas de la fidelidad a la causa y el compromiso con los seres humanos. En una bellísima reflexión contenida en la película Decálogo I (Kristof Kieslowski, Polonia, 1989) se afirma que el motivo de la existencia “es lograr que los que vienen después de nosotros tengan una existencia mejor”.
¿De qué nos serviría llegar al poder si no es para prestar un servicio a los otros?
¿Qué nos impide ponernos de acuerdo, lograr mejores condiciones legales, de vida, para los pobres?
¿Es tan importante el poder como para secuestrar una ciudad o saquear las arcas municipales, matar incluso?
¿Se ejerce el poder como garantía para comprar objetos inútiles, conciencias y personas?
En este aspecto y parafraseando a Ignacio de Loyola, valdría la pena que los políticos nos detuviéramos un poco a pensar en la siguiente expresión: “De qué te sirve ganar el mundo (el poder) si pierdes o arruinas tu vida”. Como lo habíamos señalado, otra fuente crítica hacia el estado de los gobiernos y los políticos es la Doctrina Social de la Iglesia, la cual retoma sus principios de la experiencia de las primeras comunidades cristianas, donde los hombres compartían sus bienes y la fe; en esta experiencia comunitaria y en la proclamación cristiana de la “Llegada del Reino de Dios” se construye una nueva hoja de ruta bajo las coordenadas de la solidaridad, el bien, la verdad y la fe en la dimensión trascendente del hombre.
Un poder, el que sea, no depositado en la verdad, está condenado a la decadencia y al fracaso.

No hay comentarios: